Mis relatos para ellos

“La tienda de la araucaria”

Aquella mañana despertó espectacular. El aire limpio, suave. El cielo de un azul brillante y profundo. Y a lo lejos, extendiéndose suavemente, el mar.
Jorge sacó la mano fuera de la ventana y comprobó aliviado que ya no llovía.
Decidió ponerse la misma ropa del día anterior. Era la que más le gustaba. Sólo tenía unas pocas manchas de barro. Además, la tía no lo notaría. Ella no se ponía las gafas hasta que no acababa su ritual de belleza. Una crema primero, un masaje tonificante después, más crema para las manos…
Dio un silbido y en seguida apareció jadeante Lina, una pinscher miniatura, de carácter nervioso, pero cariñosa. Adoraba estar con él y pasaban largos ratos juntos.
Lina lucía un pelaje negro brillante, unas finas patas de color fuego y unos ojos de caramelo.
Cuando se dirigía hacia la puerta, oyó la clara voz de la tía:
̶ ¡No olvides los dientes!
Justo lo que se estaba temiendo. Ni atenta a sus potingues se olvidaba. ¡Asombroso!
Bajó de nuevo corriendo y salió al jardín con Lina siguiendo sus pasos.
Inició el camino que se extendía cuesta arriba y se desvió por un sendero situado al final de la callejuela.
¡Chaf!¡Chof! se oía cuando pisaba el barro que aún se mantenía fresco. La perrita lo olisqueaba todo. El aire era delicioso. Los eucaliptos, erguidos y elegantes, dejaban caer suavemente sus ramas e impregnaban con su refrescante aroma la vereda.
Decidió sentarse en un tronco seco que se hallaba en medio del camino y bebió agua de su cantimplora.
De pronto, se notó que Lina ya no estaba con él. ¡Santo Dios!
Un vacío invadió el estómago de Jorge y empezó a llamarla a voces.
No había rastro de la perrita.
Se sentó preocupado en el tronco y permaneció en silencio. De pronto, sintió que todo se movía y cayó rodando por el suelo.
- ¡Aaah! ¡aaah!
Sopló un fuerte viento que agitó las ramas de los árboles y levantó con fuerza toda la hojarasca del suelo. Se tapó los ojos con las manos y cuando los abrió comprobó que ya no estaba en la montaña… Aquella calle le resultaba familiar.
- Aquí faltan cosas, es como una de esas fotos antiguas que la tía guarda de la abuela— pensó.

Siguió caminando y tomó la calle Mayor. Al fondo, la iglesia, ¡a la que su tía acudía cada domingo! Pero…tan distinto todo…
Un grupo de mujeres lucían vestidos alegres, ceñidos a la cintura y con amplias y vaporosas faldas. Llevaban un velo en la cabeza.
- Debo de estar soñando. La tía decía que antiguamente había que llevar un velo para ir a la iglesia.—recordó Jorge—¿Y ahora, qué? ¿Cómo voy a salir de aquí?
Siguió andando. Pensó que su amigo Nauzet no le creería. Si al menos lo hubiese acompañado, pero tenía la varicela y no podía salir de casa.
Divisó al fondo una araucaria, justo en la esquina de una casa con un muro pequeño que hacía de banco de piedra.
A medida que se acercaba, se iba perfilando la silueta de una joven sentada con su gato anaranjado acurrucado en su amplia falda.
Aquella joven levantó su cabeza y miró al niño. Llevaba el pelo ondulado y recogido con un lazo azul que hacía juego con el vestido. Era preciosa. Estaba leyendo una novelita.
Jorge no supo por qué se sintió nervioso, notaba que le latía fuertemente el corazón.
De pronto, una voz salió del interior de una enorme puerta. Un hombre de aspecto apacible, de pelo canoso, asomó y sonriendo le dijo a la chica:
- Hija, ¿Me ayudas a colocar los sacos de harina para llevármelos a la ciudad?
- Sí, padre, voy en seguida.

En ese momento, Jorge pisó algunas agujas de la araucaria y patinó cayendo de bruces al suelo. Se raspó las manos y se dio un buen golpe en la mandíbula,
- ¿Te has hecho daño?— preguntó la chica con cara preocupada.
- Caramba, muchacho, vaya tortazo te has dado. ¿Cómo ha sido eso?
- He debido patinar con las agujas de este árbol.
La joven le dio la mano y lo llevó hasta dentro del almacén para curarlo.
Con sus manos suaves lavó y desinfectó las heridas
Jorge miraba asombrado todo aquello y el padre de la joven se dio cuenta.
- ¡Qué! ¿No habías visto nunca el almacén?
- No, las veces que he pasado delante de la casa están las puertas cerradas.
-  ¿Sólo vienes por aquí los domingos?
Jorge no supo qué decir porque la casa de la esquina de la araucaria ya no presentaba el aspecto que ahora veía, ya no hay tienda, ni almacén, ni nada que se le pareciera. Incluso la araucaria no parecía la misma.
Permaneció callado y fijó su atención en la joven.
No dejaba de pensar en que la había visto antes. Jorge se puso de pie y caminó con un poco de incomodidad. Aquel líquido rojo que le puso le dejaba la piel como acartonada.
Le dio las gracias a la joven.
- Me llamo Jorge ¿y usted?
- Es mi niña bonita—interrumpió el padre— Se llama Regina.
En seguida, recordó dónde había visto aquel rostro. Un escalofrío le recorrió por la columna y se le comprimió el estómago. ¡Las fotos que guarda la tía en la caja azul! ¡Es la abuela! ¡No, no puede ser…!
Jorge empezó a temblar y, poniéndose pálido, se desvaneció.
Cuando abrió los ojos estaba en una habitación, acostado en una cama. A su derecha, sobre la mesita de noche, había una palmatoria con una vela y una imagen de la Virgen.
Se abrió la puerta y por ella asomó aquella joven con una bandeja en la que había algo que humeaba.
- Te traigo un poco de caldo. Está recién hecho y te sentará bien. ¡Qué susto nos has dado!
- Gracias- dijo Jorge saboreando aquel caldo que estaba delicioso.
La chica acarició suavemente su cabello y le sonrió con dulzura. ¡Qué guapa era!
Se sintió reconfortado y le entraron ganas de dormir. Cerró los ojos.
De pronto, unos ladridos familiares le despertaron. ¡Increíble! Allí estaba la perra, lamiéndole las heridas. Se levantó dolorido y confundido de aquel tronco y decidió regresar a casa de la tía.
Tenía muchas preguntas que hacerle sobre la abuela.
Con un nudo en la garganta y con las manos en los bolsillos se echó a andar. Entonces, notó que en uno de ellos había algo. Lo sacó y descubrió que se trataba de un pequeño pañuelo de encaje.
Tenía bordada una inicial : R.

Bárbara García Rodríguez




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“NO ES TAN DIFÍCIL”

Nauzet y su perro Polucho eran inseparables. Nauzet tenía nueve años y era bastante maduro para su edad. No tenía amigos. Hacía pocas semanas que vivía en la nueva casa y los niños de su calle apenas le prestaban atención. No sabía jugar bien al fútbol, que era a lo que se dedicaban todos por la tarde.
El verano transcurría lento y sofocante. Nauzet, a través de la ventana de su dormitorio contemplaba los juegos y las risas de aquellos niños. A él le apetecía tanto jugar con ellos… A veces, bajaba y se quedaba observándolos a distancia. De vez en cuando, corría detrás del balón cuando éste se escapaba y lo devolvía al grupo con una tímida patada para volver a ocupar su segundo plano.
Llegó septiembre y con él las ansiadas clases. Cuarto de Primaria. Todo iba a ser nuevo para él, el colegio, las clases, la maestra y los compañeros. Pensar en ello le agitaba por dentro. El inicio transcurrió tranquilo hasta que una mañana de octubre, durante el recreo, mientras caminaba por el patio vio a dos niños que se acercaban a él con un gesto de complicidad. Siempre estaban cerca de donde surgían problemas. Pasaron a su lado y lo empujaron hasta que cayó al suelo de espaldas.
Hizo el esfuerzo de tragrse las lágrimas, se levantó y continuó su camino sin decir nada a nadie. Se sentía herido en su orgullo y no entendía la actitud de los dos niños.
— Atrévete a decírselo a la seño— le amenazaron y se alejaron de él dejando oír sus carcajadas por todo el patio.
Un par de días después, de nuevo aquellos dos. Esta vez, sin cortarse un pelo, le pusieron una zancadilla. Nauzet cayó de bruces, se hizo daño en la boca y comenzó a sangrar.
Sin decir nada a nadie, se la lavó. Tenía un pequeño corte en el labio, pero sobre todo le dolía aún más la otra herida. Justo en ese momento, pasaba un maestro que al ver gotas de sangre en el suelo se acercó.
— ¿Qué te ha pasado? —le preguntó
— Nada, me caí —mintió.
El maestro le ayudó con la cura.
La vida solitaria de Nauzet no cambió. Es más, ya no mostraba interés por salir. Se volvió más retraído y apenas hablaba del colegio.
Rara era la semana en la que aquellos dos gorilas no inventaban la trastada para molestarle o hacerle cualquier tipo de daño. Carlos y Tanausú. Esos eran los nombres de aquellos niños que habían descubierto en Nauzet un filón para hacer sufrir. Además vivían en su misma calle, así que se veía obligado a tropezárselos cada día, cada hora.
Nauzet estaba siempre nervioso y angustiado. Se quedaba siempre en casa por la tarde y, para no salir al patio de recreo, permanecía en la biblioteca. Al menos allí no lo molestarían.
Pero, cuando Carlos y Tanausú descubrieron dónde se ocultaba, solicitaron entrar también. Ocuparon la mesa de enfrente y desde allí, sin hacer gestos que llamaran la atención a la bibliotecaria, lo miraban con gestos amenazantes dándole a entender que lo esperarían en la calle.
Nauzet no sabía qué hacer. El sólo quería tener amigos, pero las cosas no se le ponían fáciles. Allí, en el tablón de anuncios del colegio había un cartel con un número de teléfono al que podría recurrir, pero… no quería problemas.
—¿Qué lees?—preguntó la maestra.
La expresión de la cara de Nauzet fue como un libro abierto para ella.
Al día siguiente, se organizó un taller en la clase. Repartidos en grupos, los niños hablaban de sus sentimientos de rechazo, de temor ante otros compañeros que tenían distintas actitudes de agresión. Fue un trabajo intenso, pero provechoso. Establecieron entre todos un decálogo de buenos compañeros.
Carlos y Tanausú habían permanecido callados durante la clase. En el recreo, se sentaron en un banco, solos. Nauzet se acercó y trató de captar su atención con un álbum de estampas de fútbol.
—¿Qué quieres?
—Sólo quiero charlar un rato. Soy nuevo, no tengo amigos todavía y pensé que como somos también vecinos…
—¿Estás diciendo que quieres ser nuestro amigo, después de lo que te hemos molestado?... Tal vez otro día. Estamos ocupados.
Se levantaron del banco y le dieron la espalda.
Una mañana de domingo, mientras daba un paseo cerca del barranco con Polucho, llegó hasta una zona algo peligrosa. El terreno era abrupto y poblado de vegetación. Nauzet se apoyó en una piedra grande mientras el perro olisqueaba la zona. De pronto, oyó un crujido y al volverse comprobó aterrorizado que le habían seguido.
Allí estaban, sonrientes y triunfadores, como un cazador que haya encontrado su presa.
Llamó a su perro con la intención de marcharse pero los niños se lo impedían interponiéndose a cada uno de sus movimientos de huida.
De repente, Tanausú tropezó con una rama y cayó al abismo del barranco quedando sujeto débilmente al resto de un tronco de árbol caído.
El niño lloraba asustado y pedía ayuda a gritos.
Entre Nauzet y Carlos, que se apoyaron en el borde boca abajo, lograron sacarlo a la superficie ayudándose de la correa de Polucho.
Una vez arriba, los tres niños permanecieron sentados en el suelo. En silencio se miraban unos a otros. El perro ladraba nervioso, Nauzet volvió a sujetarle la correa y se alejó dejando a los chicos atrás.
Al día siguiente, toda la clase supo con detalle lo ocurrido en el barranco. Alrededor de Carlos y Tanauzú un corro de chiquillos escuchaban atentos la aventura.
La mañana transcurrió plácidamente. Ya contaba con grupo de compañeros que iban a venir a su casa a merendar y a hacer los deberes.
Nauzet salió corriendo del colegio con la mochila a cuestas y entró en la casa:
—¡Mamá! ¿Qué se puede preparar para merendar esta tarde? Es que van a venir varios amigos— dijo tirado en el suelo con Polucho que no paraba de lamerle la cara…

Bárbara García Rodríguez






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