sábado, 23 de abril de 2011

“La última batalla”


Levantó la vista hacia el horizonte y por un segundo una gaviota que levantó el vuelo le obligó a situarse de nuevo en la realidad.
Llevaba varias horas dándole vueltas a la cabeza. Más que horas. Si lo pensaba fríamente llevaba años, casi toda la vida esperando un momento como el que se le presentaba.
Jaime había crecido en una casa en las afueras. Una casa que siempre estuvo llena, sobre todo llena de miseria. Era el penúltimo de siete hermanos con un padre siempre ausente y una madre diminuta pero con un coraje inquebrantable.
Desde que era pequeño aprendió que ser de los más pequeños no era sinónimo de un trato especial. La vida era dura fuera y dentro. Sentados a la mesa con caras hambrientas esperaban a que la madre pusiera en los platos el escaso sustento del día.
Primero los mayores, los que trabajaban, después lo que quedaba, para los demás.
A veces, ella se iba a la cocina y dejaba que el tiempo pasara porque ya no había más. En más de una ocasión, les decía que ya había comido, así los acallaba cuando le preguntaban que cuándo iba a sentarse a la mesa.
Jaime recordaba esto ya con la serenidad que dan los años. Fue una infancia difícil, y una época de interminables miedos, pero no podía decir que fuera del todo desdichado. Hubo momentos felices, llenos de juegos y aventuras infantiles, caricias maternales.
Casi noventa años de lucha. Y ahora le esperaba otra, tal vez una de las más duras.


Miraba el horizonte y cuando el mar se tragaba el sol poco a poco, empezó a notar la brisa fresca en su cara. Se ajustó la chaqueta, sintió frío, un frío que le calaba el alma.
La vida le había enseñado a no esperar nada de nadie. La desconfianza marcaba su carácter fuerte y socarrón. Era un anciano que disfrutaba de independencia. Añoraba a su mujer. Fue a su lado donde aprendió a volcarse en los demás. Pero ella se fue y el hermetismo se instaló de nuevo.
Anochecía, sabía que no le quedaba más remedio que regresar a la casa.
El camino de vuelta lo hizo lentamente. Las ventanas estaban iluminadas. Seguro que ya estaba allí, esperándolo. Sus tres hijos. Buenos hijos, dos hermosas mujeres, siempre cariñosas con él, y el más pequeño, un joven alegre y vital, como la madre.


Se paró delante de la puerta. Allí había vivido más de cincuenta años, con ella. Allí crecieron los hijos y luego se volvió a llenar de risas infantiles con los nietos, que rodeaban a la abuela como pollitos. Ella fue siempre el centro de todo y él disfrutaba con ello.
Sabía lo que le iban a decir. Lo supo en la última visita al hospital. Como solía hacer cuando algo iba mal, fingió que no había entendido lo que el médico le explicaba. Miró a su hija mayor y observó cómo su cara se desencajaba y cómo trataba de contener las lágrimas.


          — ¿Sabes una cosa, papá?—le dijo mientras se dirigían al aparcamiento— Te tienes que mentalizar,  ya no puedes estar solo en la casa. Has oído al doctor.
          —¿De qué me hablas? Tú siempre te empeñas en ver las cosas de color oscuro. Desde que murió tu madre no has tenido otra idea en la cabeza que la de que no esté solo en mi casa.
          —No es eso, papá…
          — Yo puedo desenvolverme perfectamente. —la interrumpió el anciano— Sabes que ser independiente es algo muy importante para mí. Debes comprenderlo y respetarlo. No quiero ser una carga para mis hijos.
          —Papá, las cosas serán distintas para ti y tú sabes que no eres una carga para nosotros. ¿No lo quieres entender?


El camino de regreso transcurría en silencio. Jaime sabía que su hija tenía razón. El médico había descrito perfectamente la evolución de su enfermedad.
          —Hablaré con mis hermanos y nos reuniremos para hablar de todo esto. ¿Te parece?
          —Como quieras, al final se hará lo que tú digas—respondió con malhumor.
De nuevo el silencio. No hablaron más hasta que llegaron a la casa.


Al día siguiente, recibió una llamada. Era su hijo Pedro. Se verían el sábado por la noche y llevarían algo para cenar.
Ahora, mientras los contemplaba a través de la ventana, supo que ya los hijos habían tomado una decisión. Él ya no contaba. Tendría que trasladarse a la casa de uno de ellos. ¿A cuál? Le entró un escalofrío, más que de miedo, de incertidumbre.


Mientras escuchaba sus voces se dio cuenta de que, en el fondo, a él ya le daba igual. De cualquier forma, no estaría en su casa, ni en su espacio. Aunque, bien pensado, de poco iba a servir, no había nada, ni siquiera tiempo suficiente para luchar. Estaba a punto de emprender su última batalla.