sábado, 19 de febrero de 2011

“El viaje”

—Entrando en pista para despegue…

Ya no había vuelta atrás. La voz del comandante era ya una afirmación. El avión cogía velocidad y comenzaba a tomar altura.
Cerró los ojos cerrados y se aferró con la mano derecha a un pequeño rosario del que empezó a desgranar un sinfín de avemarías rezadas con nerviosismo. No era su primer viaje, pero no acababa de acostumbrarse. El despegue y el aterrizaje eran los dos momentos de sufrimiento para ella.
A medida que el avión iba logrando su nivel de crucero y se estabilizaba, Martina se encontró más relajada y recobraba la calma poco a poco.
Ya se sentía capaz de mirar por la ventanilla. Le gustaba contemplar por última vez el paisaje que había dejado atrás y cómo se iba alejando y perdiéndose entre un mar de nubes.
Entonces, poco a poco, fue percatándose de todo lo que tenía a su alrededor. Detrás, un niño insoportable que no paraba de dar patadas al respaldo de su asiento y su madre que no hacía nada para evitarlo. La señora sólo prestaba atención a la lectura de una revista de moda. Una mujer joven, de buena presencia, pero que hacía la vista gorda al inquieto de su hijo. Paciencia, se dijo.
Delante, una pareja. Por lo que captaba de su conversación, debían ser ingleses que regresaban de sus vacaciones. Debían rondar la treintena.
A su lado, un asiento vacío. Lo agradeció. Pudo colocar allí su bolso. Sacó su libro y comenzó a leer. Afortunadamente, la criatura de atrás ya se había dormido y el viaje se presentaba agradable.
Comenzó a darle sueño, cerró el libro dejando su dedo pulgar entre las páginas.
—¡Señora! ¡Despierte! ¡Señora!¡Vamos! Debe ponerse el cinturón de seguridad. Pasamos por una zona de turbulencias.
—¡Dios mío!—dijo Martina y su cuerpo empezó a temblar.
—No se preocupe. Es por seguridad. Pasaremos esto pronto. Usted cierre los ojos y trate de relajarse.
—De acuerdo —dijo sin convicción.
El avión empezaba a moverse y parecía que en ciertos momentos perdía el control. Martina metió la mano en su bolso y de nuevo cogió su rosario. Las avemarías pasaban rápidas, sin pausa, una detrás de la otra.
El niño de su asiento trasero empezó a emitir toda clase de ruidos, a veces parecían aullidos, cuando el avión descendía gritaba como si estuviese en una montaña rusa. Desde luego, se lo estaba pasando estupendamente el mocoso.
Miró hacia atrás y lo vio. Tendría seis años, de pelo corto y de color pajizo. Sus ojos claros resaltaban en unas mejillas llenas de pecas. El niño la miró y con esa intuición que tienen los pequeños comprendió que la mujer estaba asustada. El avión hizo de pronto un descenso brusco y largo, tan largo que parecía que estaba a punto de perderse en el abismo descontrolado.
Martina, cada vez más pálida, no pudo evitar dar un grito y, entonces, el niño le habló:
—¡Vaya! ¿Tiene miedo? Yo no y eso que soy un niño pequeño.
—No molestes a la señora, Carlos. —dijo por primera vez la madre de aquel pequeño con aspecto de duende.
—No se preocupe. Al menos no estaré tan pendiente de las turbulencias.
—Noté desde el principio que la asustaba volar. ¿Viaja sola?
—Sí, voy a Londres. Mi hija Luisa vive allí. Se casa dentro de un mes. Tendría que haberse casado en su tierra, pero el padre de Peter, su novio, está delicado de salud y no le convienen los traslados en avión, así que me ha tocado a mí, que estoy sana aunque aterrorizada.
Rieron las dos mujeres. De pronto, el avión descendió bruscamente y la mayoría de los pasajeros comenzó a perder el control. La señora inglesa del asiento de delante comenzó a vomitar. Las cosas se ponían feas y Martina apretó fuertemente el rosario y cerró los ojos. Trataba de no contagiarse por el histerismo general.
El comandante habló a los pasajeros, intentaba tranquilizarlos, pero a ella le dio la impresión de que el tono de su voz no era optimista. El avión se movía cada vez más, parecía de juguete. En uno de los bandazos, se desplegaron las mascarillas de oxígeno. Martina se ajustó la suya. De pronto, una luz intensa y después todo se oscureció.

*** *** ***

Durante toda la semana apenas había salido el sol. Unas nubes plomizas parecían no tener la intención de abandonarlos. Luisa estaba asomada en la ventana y contemplaba la avenida con todos sus árboles desnudos. Hacía mucho frío. La gente caminaba con las bufandas tapando sus rostros. Sintió lástima al recordar a su madre y lo poco que ella toleraba las bajas temperaturas. Contaba los minutos que faltaban para ir al aeropuerto a recogerla. Llevaba casi un año sin verla. ¡La echaba tanto de menos!
Se dio la vuelta y miró su vestido de novia. Era un traje precioso, de corte sencillo y elegante. Se sentía tan feliz, sólo faltaba tener a su madre con ella. Tenía que haber esperado al verano, pero en esas fechas era imposible. Peter y ella debían estar en junio en su nuevo destino. Trabajaban en la misma empresa y aceptaron trasladarse a Escocia.
Sonó el teléfono. Cogió el auricular, pero la voz que escuchó era desconocida. Era una voz apagada que empezó a hablar con cautela.
Ella iba contestando mecánicamente a las preguntas que le hacía. Mientras oía no dejaba de mirar su vestido de novia. Sólo le martilleaba una frase: “Su madre iba en ese vuelo, lo lamento muchísimo, señorita”…

miércoles, 2 de febrero de 2011

“NO ES TAN DIFÍCIL”


Nauzet y su perro Polucho eran inseparables. Nauzet tenía nueve años y era bastante maduro para su edad. No tenía amigos. Hacía pocas semanas que vivía en la nueva casa y los niños de su calle apenas le prestaban atención. No sabía jugar bien al fútbol, que era a lo que se dedicaban todos por la tarde.
El verano transcurría lento y sofocante. Nauzet, a través de la ventana de su dormitorio contemplaba los juegos y las risas de aquellos niños. A él le apetecía tanto jugar con ellos… A veces, bajaba y se quedaba observándolos a distancia. De vez en cuando, corría detrás del balón cuando éste se escapaba y lo devolvía al grupo con una tímida patada para volver a ocupar su segundo plano.
Llegó septiembre y con él las ansiadas clases. Cuarto de Primaria. Todo iba a ser nuevo para él, el colegio, las clases, la maestra y los compañeros. Pensar en ello le agitaba por dentro. El inicio transcurrió tranquilo hasta que una mañana de octubre, durante el recreo, mientras caminaba por el patio vio a dos niños que se acercaban a él con un gesto de complicidad. Siempre estaban cerca de donde surgían problemas. Pasaron a su lado y lo empujaron hasta que cayó al suelo de espaldas.
Hizo el esfuerzo de tragrse las lágrimas, se levantó y continuó su camino sin decir nada a nadie. Se sentía herido en su orgullo y no entendía la actitud de los dos niños.
— Atrévete a decírselo a la seño— le amenazaron y se alejaron de él dejando oír sus carcajadas por todo el patio.
Un par de días después, de nuevo aquellos dos. Esta vez, sin cortarse un pelo, le pusieron una zancadilla. Nauzet cayó de bruces, se hizo daño en la boca y comenzó a sangrar.
Sin decir nada a nadie, se la lavó. Tenía un pequeño corte en el labio, pero sobre todo le dolía aún más la otra herida. Justo en ese momento, pasaba un maestro que al ver gotas de sangre en el suelo se acercó.
— ¿Qué te ha pasado? —le preguntó
— Nada, me caí —mintió.
El maestro le ayudó con la cura.
La vida solitaria de Nauzet no cambió. Es más, ya no mostraba interés por salir. Se volvió más retraído y apenas hablaba del colegio.
Rara era la semana en la que aquellos dos gorilas no inventaban la trastada para molestarle o hacerle cualquier tipo de daño. Carlos y Tanausú. Esos eran los nombres de aquellos niños que habían descubierto en Nauzet un filón para hacer sufrir. Además vivían en su misma calle, así que se veía obligado a tropezárselos cada día, cada hora.
Nauzet estaba siempre nervioso y angustiado. Se quedaba siempre en casa por la tarde y, para no salir al patio de recreo, permanecía en la biblioteca. Al menos allí no lo molestarían.
Pero, cuando Carlos y Tanausú descubrieron dónde se ocultaba, solicitaron entrar también. Ocuparon la mesa de enfrente y desde allí, sin hacer gestos que llamaran la atención a la bibliotecaria, lo miraban con gestos amenazantes dándole a entender que lo esperarían en la calle.
Nauzet no sabía qué hacer. El sólo quería tener amigos, pero las cosas no se le ponían fáciles. Allí, en el tablón de anuncios del colegio había un cartel con un número de teléfono al que podría recurrir, pero… no quería problemas.
—¿Qué lees?—preguntó la maestra.
La expresión de la cara de Nauzet fue como un libro abierto para ella.
Al día siguiente, se organizó un taller en la clase. Repartidos en grupos, los niños hablaban de sus sentimientos de rechazo, de temor ante otros compañeros que tenían distintas actitudes de agresión. Fue un trabajo intenso, pero provechoso. Establecieron entre todos un decálogo de buenos compañeros.
Carlos y Tanausú habían permanecido callados durante la clase. En el recreo, se sentaron en un banco, solos. Nauzet se acercó y trató de captar su atención con un álbum de estampas de fútbol.
—¿Qué quieres?
—Sólo quiero charlar un rato. Soy nuevo, no tengo amigos todavía y pensé que como somos también vecinos…
—¿Estás diciendo que quieres ser nuestro amigo, después de lo que te hemos molestado?... Tal vez otro día. Estamos ocupados.
Se levantaron del banco y le dieron la espalda.
Una mañana de domingo, mientras daba un paseo cerca del barranco con Polucho, llegó hasta una zona algo peligrosa. El terreno era abrupto y poblado de vegetación. Nauzet se apoyó en una piedra grande mientras el perro olisqueaba la zona. De pronto, oyó un crujido y al volverse comprobó aterrorizado que le habían seguido.
Allí estaban, sonrientes y triunfadores, como un cazador que haya encontrado su presa.
Llamó a su perro con la intención de marcharse pero los niños se lo impedían interponiéndose a cada uno de sus movimientos de huida.
De repente, Tanausú tropezó con una rama y cayó al abismo del barranco quedando sujeto débilmente al resto de un tronco de árbol caído.
El niño lloraba asustado y pedía ayuda a gritos.
Entre Nauzet y Carlos, que se apoyaron en el borde boca abajo, lograron sacarlo a la superficie ayudándose de la correa de Polucho.
Una vez arriba, los tres niños permanecieron sentados en el suelo. En silencio se miraban unos a otros. El perro ladraba nervioso, Nauzet volvió a sujetarle la correa y se alejó dejando a los chicos atrás.
Al día siguiente, toda la clase supo con detalle lo ocurrido en el barranco. Alrededor de Carlos y Tanauzú un corro de chiquillos escuchaban atentos la aventura.
La mañana transcurrió plácidamente. Ya contaba con grupo de compañeros que iban a venir a su casa a merendar y a hacer los deberes.
Nauzet salió corriendo del colegio con la mochila a cuestas y entró en la casa:
—¡Mamá! ¿Qué se puede preparar para merendar esta tarde? Es que van a venir varios amigos— dijo tirado en el suelo con Polucho que no paraba de lamerle la cara…

Bárbara García Rodríguez