miércoles, 2 de febrero de 2011

“NO ES TAN DIFÍCIL”


Nauzet y su perro Polucho eran inseparables. Nauzet tenía nueve años y era bastante maduro para su edad. No tenía amigos. Hacía pocas semanas que vivía en la nueva casa y los niños de su calle apenas le prestaban atención. No sabía jugar bien al fútbol, que era a lo que se dedicaban todos por la tarde.
El verano transcurría lento y sofocante. Nauzet, a través de la ventana de su dormitorio contemplaba los juegos y las risas de aquellos niños. A él le apetecía tanto jugar con ellos… A veces, bajaba y se quedaba observándolos a distancia. De vez en cuando, corría detrás del balón cuando éste se escapaba y lo devolvía al grupo con una tímida patada para volver a ocupar su segundo plano.
Llegó septiembre y con él las ansiadas clases. Cuarto de Primaria. Todo iba a ser nuevo para él, el colegio, las clases, la maestra y los compañeros. Pensar en ello le agitaba por dentro. El inicio transcurrió tranquilo hasta que una mañana de octubre, durante el recreo, mientras caminaba por el patio vio a dos niños que se acercaban a él con un gesto de complicidad. Siempre estaban cerca de donde surgían problemas. Pasaron a su lado y lo empujaron hasta que cayó al suelo de espaldas.
Hizo el esfuerzo de tragrse las lágrimas, se levantó y continuó su camino sin decir nada a nadie. Se sentía herido en su orgullo y no entendía la actitud de los dos niños.
— Atrévete a decírselo a la seño— le amenazaron y se alejaron de él dejando oír sus carcajadas por todo el patio.
Un par de días después, de nuevo aquellos dos. Esta vez, sin cortarse un pelo, le pusieron una zancadilla. Nauzet cayó de bruces, se hizo daño en la boca y comenzó a sangrar.
Sin decir nada a nadie, se la lavó. Tenía un pequeño corte en el labio, pero sobre todo le dolía aún más la otra herida. Justo en ese momento, pasaba un maestro que al ver gotas de sangre en el suelo se acercó.
— ¿Qué te ha pasado? —le preguntó
— Nada, me caí —mintió.
El maestro le ayudó con la cura.
La vida solitaria de Nauzet no cambió. Es más, ya no mostraba interés por salir. Se volvió más retraído y apenas hablaba del colegio.
Rara era la semana en la que aquellos dos gorilas no inventaban la trastada para molestarle o hacerle cualquier tipo de daño. Carlos y Tanausú. Esos eran los nombres de aquellos niños que habían descubierto en Nauzet un filón para hacer sufrir. Además vivían en su misma calle, así que se veía obligado a tropezárselos cada día, cada hora.
Nauzet estaba siempre nervioso y angustiado. Se quedaba siempre en casa por la tarde y, para no salir al patio de recreo, permanecía en la biblioteca. Al menos allí no lo molestarían.
Pero, cuando Carlos y Tanausú descubrieron dónde se ocultaba, solicitaron entrar también. Ocuparon la mesa de enfrente y desde allí, sin hacer gestos que llamaran la atención a la bibliotecaria, lo miraban con gestos amenazantes dándole a entender que lo esperarían en la calle.
Nauzet no sabía qué hacer. El sólo quería tener amigos, pero las cosas no se le ponían fáciles. Allí, en el tablón de anuncios del colegio había un cartel con un número de teléfono al que podría recurrir, pero… no quería problemas.
—¿Qué lees?—preguntó la maestra.
La expresión de la cara de Nauzet fue como un libro abierto para ella.
Al día siguiente, se organizó un taller en la clase. Repartidos en grupos, los niños hablaban de sus sentimientos de rechazo, de temor ante otros compañeros que tenían distintas actitudes de agresión. Fue un trabajo intenso, pero provechoso. Establecieron entre todos un decálogo de buenos compañeros.
Carlos y Tanausú habían permanecido callados durante la clase. En el recreo, se sentaron en un banco, solos. Nauzet se acercó y trató de captar su atención con un álbum de estampas de fútbol.
—¿Qué quieres?
—Sólo quiero charlar un rato. Soy nuevo, no tengo amigos todavía y pensé que como somos también vecinos…
—¿Estás diciendo que quieres ser nuestro amigo, después de lo que te hemos molestado?... Tal vez otro día. Estamos ocupados.
Se levantaron del banco y le dieron la espalda.
Una mañana de domingo, mientras daba un paseo cerca del barranco con Polucho, llegó hasta una zona algo peligrosa. El terreno era abrupto y poblado de vegetación. Nauzet se apoyó en una piedra grande mientras el perro olisqueaba la zona. De pronto, oyó un crujido y al volverse comprobó aterrorizado que le habían seguido.
Allí estaban, sonrientes y triunfadores, como un cazador que haya encontrado su presa.
Llamó a su perro con la intención de marcharse pero los niños se lo impedían interponiéndose a cada uno de sus movimientos de huida.
De repente, Tanausú tropezó con una rama y cayó al abismo del barranco quedando sujeto débilmente al resto de un tronco de árbol caído.
El niño lloraba asustado y pedía ayuda a gritos.
Entre Nauzet y Carlos, que se apoyaron en el borde boca abajo, lograron sacarlo a la superficie ayudándose de la correa de Polucho.
Una vez arriba, los tres niños permanecieron sentados en el suelo. En silencio se miraban unos a otros. El perro ladraba nervioso, Nauzet volvió a sujetarle la correa y se alejó dejando a los chicos atrás.
Al día siguiente, toda la clase supo con detalle lo ocurrido en el barranco. Alrededor de Carlos y Tanauzú un corro de chiquillos escuchaban atentos la aventura.
La mañana transcurrió plácidamente. Ya contaba con grupo de compañeros que iban a venir a su casa a merendar y a hacer los deberes.
Nauzet salió corriendo del colegio con la mochila a cuestas y entró en la casa:
—¡Mamá! ¿Qué se puede preparar para merendar esta tarde? Es que van a venir varios amigos— dijo tirado en el suelo con Polucho que no paraba de lamerle la cara…

Bárbara García Rodríguez

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