martes, 6 de diciembre de 2011

"Calima de otoño"

A lo lejos se divisaba la silueta de un barco  desdibujada por la intensa calima. Así le hubiese gustado a él desaparecer en otro tiempo.
Daniel cerró el ventanal, el aire seco irritaba su garganta y le dolía la nariz al respirar. Desde que era un niño, recordaba, una de las cosas que más odiaba era asomarse a la ventana y contemplar el horizonte desdibujado entre una especie de niebla amarillenta. Sabía que un par de días más tarde su hermana estaría congestionada. Tendría que quedarse con ella. Nuria le gustaba, la quería mucho, pero mientras la mantenían resguardada él tampoco podía salir a la calle a jugar. Y la calima venía varias veces al año.
Volvió a sus quehaceres con un ritmo lento. Llevaba, casi toda la mañana,  ocupado en ordenar la casa. Miró a su alrededor y se dio por satisfecho.
Llamó a la perra con un silbido. Al ponerle la correa, el animal  intuyó que saldrían a pasear. Bajaron las escaleras y la perrita hizo su parada habitual en la farola situada frente al portalón.
Daniel encendió el cigarrillo, guardó la cajetilla en el bolsillo de la chaqueta y se dirigió al parque.
Mientras avanzaba le vinieron a la memoria los acontecimientos que le marcaron y transformaron su vida para siempre.
Todo empezó un día de calima, similar al de hoy. Era también mediados de otoño. Se dirigía al trabajo. El negocio estaba a pocas manzanas de la casa, así que siempre hacía el trayecto a pie. Disfrutaba del paseo, le encantaba detenerse y charlar con algún vecino.
Pensaba en lo que se había convertido su vida. Su padre no le había dado opciones. Aquel hombre dominante le infundía tanto temor que se sentía incapaz de contradecirlo.
Él amaba la pintura y cuando le planteó a su padre que quería estudiar Bellas Artes este no se negó. Pero debía trabajar en la joyería simultáneamente.
Sin darse cuenta, el negocio familiar se fue convirtiendo en una salida a todo lo que estaba descubriendo en la Facultad. Así que, poco a poco, fue creando originales diseños con materiales nuevos que transformaron el estilo de la joyería.
No fue nada fácil. En un principio, tropezó con su padre que no comprendía los cambios que Daniel pretendía introducir en la joyería. Sin embargo, el negocio prosperaba y eso hizo que el anciano lo dejara en paz. Una clientela nueva, joven, se dejaba caer por la tienda en busca de novedades y en un año logró gran prestigio en toda la isla. De todas partes venían a comprar aquellos diseños tan originales.
Pero la mañana de otoño, que no podía olvidar, seguía produciéndole angustia cada vez que iba al trabajo, y eso que habían pasado casi diez años. Era un día de noviembre, amarillo y seco. Soplaba el viento y caminaba presuroso porque llegaba tarde al trabajo. Sabía que encontraría a su padre malhumorado, no podía soportar la impuntualidad y se lo recriminaría todo el tiempo.
Parado en el semáforo veía la joyería. Presintió que algo no iba bien.
Al acercarse notó que la puerta estaba medio abierta. Siempre estaba cerrada. De hecho la clientela debía tocar el timbre para entrar. La inseguridad que se respiraba en la zona había obligado a muchos comerciantes a aplicar ese sistema. La reja del escaparate seguía bajada, lo que era extraño ya que subirla era lo primero que hacía su padre.
Se acercó con sigilo y miró a través de la cristalera. En un lado del mostrador principal asomaban los zapatos de su padre.
Empezó a latirle el corazón. 
Allí en el suelo, sobre un charco de sangre que brotaba del costado veía cómo la vida de aquel hombre se agotaba.
Poco rato después, los servicios de urgencias se personaron en la joyería. Su padre seguía con vida, pero había perdido mucha sangre.
En el hospital, sentado en la sala de espera, sentía el paso lento de cada minuto, de cada segundo. No quería pensar que su padre moriría.  
Un médico vestido de verde,  de aspecto cansado,  se le acercó. Habían transcurrido casi tres horas, el peligro había pasado.  Su padre debía permanecer unos días más en cuidados intensivos, pero había esperanzas de recuperación.
Entonces Daniel lloró aliviado. No lo dejó solo ningún instante. Era ahora consciente de cuánto amaba a aquel hombre en apariencia seco e insensible. Se emocionó cuando en un gesto de cariño le dijo que estaba orgulloso de él.  Fueron sus primeras palabras después de abrir los ojos, breves pero significaron mucho para él, lo significaron todo.
Estaba cerca del parque. Mientras rememoraba lo sucedido, iba pensando que después de aquel día ya nada fue igual. Su padre se recuperó, pero su salud ya nunca fue buena. Entonces a él no le quedó más remedio que hacerse cargo del negocio.
Pensó en Sofía, siempre alegre y positiva.
Con ella descubrió el lado positivo de todo lo que le estaba sucediendo. Fue la época más feliz que recordaba haber vivido. Sin embargo, su tendencia al desánimo, a cerrarse en sí mismo, a callar, fue minando la relación con el paso del tiempo. Sofía se apagaba a su lado, él lo comprobaba día a día. Él fue quien planteó darse un tiempo. Aún la recordaba mientras se alejaba de la casa y se subía al coche. Entonces comprendió que había cometido el mayor error de su vida. El vacío que sintió en su estómago le impidió comer en varios días. Aquel ayuno sirvió para descubrir sus errores y para trazar su nueva vida. Sabía que había muchas cosas que cambiar, luego, volvería a conquistar a Sofía. Tal vez…
De pronto, tuvo que sujetar la correa de la perrita porque ésta empezó a dar saltos y a ladrar sin control. Corría casi por el paseo tratando de sujetarla, pero se le escapó de las manos. Iba detrás de ella y entonces comprendió lo que había pasado. Allí, en el banco, sentada a la sombra con un libro en la mano,  estaba Sofía. Se dejaba lamer por el animalito que movía la cola con delirio.
Levantó la mirada hacia Daniel y le ofreció una sonrisa.
—¡Hola, Sofía! No esperaba encontrarte aquí.
—Pues, en realidad, vengo con frecuencia. Te suelo ver paseando con la perrita cada día. Pero, hoy quería encontrarme contigo.
Daniel la miró con afecto y obedeció el gesto que Sofía le hacía para que se sentara a su lado.
—Tengo que pedirte un pequeño favor.
—Tú dirás.
—Verás. En el museo donde trabajo se está organizando una exposición de joyas de diseño. Yo coordino el trabajo y me preguntaba si tú querrías cedernos algunos de tus trabajos.
—¡Vaya! ¿Y eso es un favor que te puedo hacer a ti?
—Sé que durante el tiempo que las tengamos no vas a poderlas vender.
—Pero, es también otra forma de hacerme publicidad ¿no?
—Tienes razón. ¿Entonces…?
—No tengo ningún inconveniente. Me encantará colaborar en algo que organizas tú.
—¡Gracias! Eres estupendo ¿Cuándo puedo pasar por la joyería para escoger las muestras?—le dijo Sofía.
—Hoy no abro, así que es perfecto. Podríamos almorzar primero. Pasamos por casa a recoger la llave y dedicaremos el resto de la tarde a elegirlas. ¿Qué te parece?
—Me parece una buena idea.
Se levantaron del banco y se dirigieron hasta la salida del parque. Empezaba a soplar el alisio. En poco tiempo, la calima se alejaría y el aire volvería a estar limpio, húmedo y transparente.
Daniel sonrió lleno de esperanza.

sábado, 23 de abril de 2011

“La última batalla”


Levantó la vista hacia el horizonte y por un segundo una gaviota que levantó el vuelo le obligó a situarse de nuevo en la realidad.
Llevaba varias horas dándole vueltas a la cabeza. Más que horas. Si lo pensaba fríamente llevaba años, casi toda la vida esperando un momento como el que se le presentaba.
Jaime había crecido en una casa en las afueras. Una casa que siempre estuvo llena, sobre todo llena de miseria. Era el penúltimo de siete hermanos con un padre siempre ausente y una madre diminuta pero con un coraje inquebrantable.
Desde que era pequeño aprendió que ser de los más pequeños no era sinónimo de un trato especial. La vida era dura fuera y dentro. Sentados a la mesa con caras hambrientas esperaban a que la madre pusiera en los platos el escaso sustento del día.
Primero los mayores, los que trabajaban, después lo que quedaba, para los demás.
A veces, ella se iba a la cocina y dejaba que el tiempo pasara porque ya no había más. En más de una ocasión, les decía que ya había comido, así los acallaba cuando le preguntaban que cuándo iba a sentarse a la mesa.
Jaime recordaba esto ya con la serenidad que dan los años. Fue una infancia difícil, y una época de interminables miedos, pero no podía decir que fuera del todo desdichado. Hubo momentos felices, llenos de juegos y aventuras infantiles, caricias maternales.
Casi noventa años de lucha. Y ahora le esperaba otra, tal vez una de las más duras.


Miraba el horizonte y cuando el mar se tragaba el sol poco a poco, empezó a notar la brisa fresca en su cara. Se ajustó la chaqueta, sintió frío, un frío que le calaba el alma.
La vida le había enseñado a no esperar nada de nadie. La desconfianza marcaba su carácter fuerte y socarrón. Era un anciano que disfrutaba de independencia. Añoraba a su mujer. Fue a su lado donde aprendió a volcarse en los demás. Pero ella se fue y el hermetismo se instaló de nuevo.
Anochecía, sabía que no le quedaba más remedio que regresar a la casa.
El camino de vuelta lo hizo lentamente. Las ventanas estaban iluminadas. Seguro que ya estaba allí, esperándolo. Sus tres hijos. Buenos hijos, dos hermosas mujeres, siempre cariñosas con él, y el más pequeño, un joven alegre y vital, como la madre.


Se paró delante de la puerta. Allí había vivido más de cincuenta años, con ella. Allí crecieron los hijos y luego se volvió a llenar de risas infantiles con los nietos, que rodeaban a la abuela como pollitos. Ella fue siempre el centro de todo y él disfrutaba con ello.
Sabía lo que le iban a decir. Lo supo en la última visita al hospital. Como solía hacer cuando algo iba mal, fingió que no había entendido lo que el médico le explicaba. Miró a su hija mayor y observó cómo su cara se desencajaba y cómo trataba de contener las lágrimas.


          — ¿Sabes una cosa, papá?—le dijo mientras se dirigían al aparcamiento— Te tienes que mentalizar,  ya no puedes estar solo en la casa. Has oído al doctor.
          —¿De qué me hablas? Tú siempre te empeñas en ver las cosas de color oscuro. Desde que murió tu madre no has tenido otra idea en la cabeza que la de que no esté solo en mi casa.
          —No es eso, papá…
          — Yo puedo desenvolverme perfectamente. —la interrumpió el anciano— Sabes que ser independiente es algo muy importante para mí. Debes comprenderlo y respetarlo. No quiero ser una carga para mis hijos.
          —Papá, las cosas serán distintas para ti y tú sabes que no eres una carga para nosotros. ¿No lo quieres entender?


El camino de regreso transcurría en silencio. Jaime sabía que su hija tenía razón. El médico había descrito perfectamente la evolución de su enfermedad.
          —Hablaré con mis hermanos y nos reuniremos para hablar de todo esto. ¿Te parece?
          —Como quieras, al final se hará lo que tú digas—respondió con malhumor.
De nuevo el silencio. No hablaron más hasta que llegaron a la casa.


Al día siguiente, recibió una llamada. Era su hijo Pedro. Se verían el sábado por la noche y llevarían algo para cenar.
Ahora, mientras los contemplaba a través de la ventana, supo que ya los hijos habían tomado una decisión. Él ya no contaba. Tendría que trasladarse a la casa de uno de ellos. ¿A cuál? Le entró un escalofrío, más que de miedo, de incertidumbre.


Mientras escuchaba sus voces se dio cuenta de que, en el fondo, a él ya le daba igual. De cualquier forma, no estaría en su casa, ni en su espacio. Aunque, bien pensado, de poco iba a servir, no había nada, ni siquiera tiempo suficiente para luchar. Estaba a punto de emprender su última batalla.





















sábado, 19 de febrero de 2011

“El viaje”

—Entrando en pista para despegue…

Ya no había vuelta atrás. La voz del comandante era ya una afirmación. El avión cogía velocidad y comenzaba a tomar altura.
Cerró los ojos cerrados y se aferró con la mano derecha a un pequeño rosario del que empezó a desgranar un sinfín de avemarías rezadas con nerviosismo. No era su primer viaje, pero no acababa de acostumbrarse. El despegue y el aterrizaje eran los dos momentos de sufrimiento para ella.
A medida que el avión iba logrando su nivel de crucero y se estabilizaba, Martina se encontró más relajada y recobraba la calma poco a poco.
Ya se sentía capaz de mirar por la ventanilla. Le gustaba contemplar por última vez el paisaje que había dejado atrás y cómo se iba alejando y perdiéndose entre un mar de nubes.
Entonces, poco a poco, fue percatándose de todo lo que tenía a su alrededor. Detrás, un niño insoportable que no paraba de dar patadas al respaldo de su asiento y su madre que no hacía nada para evitarlo. La señora sólo prestaba atención a la lectura de una revista de moda. Una mujer joven, de buena presencia, pero que hacía la vista gorda al inquieto de su hijo. Paciencia, se dijo.
Delante, una pareja. Por lo que captaba de su conversación, debían ser ingleses que regresaban de sus vacaciones. Debían rondar la treintena.
A su lado, un asiento vacío. Lo agradeció. Pudo colocar allí su bolso. Sacó su libro y comenzó a leer. Afortunadamente, la criatura de atrás ya se había dormido y el viaje se presentaba agradable.
Comenzó a darle sueño, cerró el libro dejando su dedo pulgar entre las páginas.
—¡Señora! ¡Despierte! ¡Señora!¡Vamos! Debe ponerse el cinturón de seguridad. Pasamos por una zona de turbulencias.
—¡Dios mío!—dijo Martina y su cuerpo empezó a temblar.
—No se preocupe. Es por seguridad. Pasaremos esto pronto. Usted cierre los ojos y trate de relajarse.
—De acuerdo —dijo sin convicción.
El avión empezaba a moverse y parecía que en ciertos momentos perdía el control. Martina metió la mano en su bolso y de nuevo cogió su rosario. Las avemarías pasaban rápidas, sin pausa, una detrás de la otra.
El niño de su asiento trasero empezó a emitir toda clase de ruidos, a veces parecían aullidos, cuando el avión descendía gritaba como si estuviese en una montaña rusa. Desde luego, se lo estaba pasando estupendamente el mocoso.
Miró hacia atrás y lo vio. Tendría seis años, de pelo corto y de color pajizo. Sus ojos claros resaltaban en unas mejillas llenas de pecas. El niño la miró y con esa intuición que tienen los pequeños comprendió que la mujer estaba asustada. El avión hizo de pronto un descenso brusco y largo, tan largo que parecía que estaba a punto de perderse en el abismo descontrolado.
Martina, cada vez más pálida, no pudo evitar dar un grito y, entonces, el niño le habló:
—¡Vaya! ¿Tiene miedo? Yo no y eso que soy un niño pequeño.
—No molestes a la señora, Carlos. —dijo por primera vez la madre de aquel pequeño con aspecto de duende.
—No se preocupe. Al menos no estaré tan pendiente de las turbulencias.
—Noté desde el principio que la asustaba volar. ¿Viaja sola?
—Sí, voy a Londres. Mi hija Luisa vive allí. Se casa dentro de un mes. Tendría que haberse casado en su tierra, pero el padre de Peter, su novio, está delicado de salud y no le convienen los traslados en avión, así que me ha tocado a mí, que estoy sana aunque aterrorizada.
Rieron las dos mujeres. De pronto, el avión descendió bruscamente y la mayoría de los pasajeros comenzó a perder el control. La señora inglesa del asiento de delante comenzó a vomitar. Las cosas se ponían feas y Martina apretó fuertemente el rosario y cerró los ojos. Trataba de no contagiarse por el histerismo general.
El comandante habló a los pasajeros, intentaba tranquilizarlos, pero a ella le dio la impresión de que el tono de su voz no era optimista. El avión se movía cada vez más, parecía de juguete. En uno de los bandazos, se desplegaron las mascarillas de oxígeno. Martina se ajustó la suya. De pronto, una luz intensa y después todo se oscureció.

*** *** ***

Durante toda la semana apenas había salido el sol. Unas nubes plomizas parecían no tener la intención de abandonarlos. Luisa estaba asomada en la ventana y contemplaba la avenida con todos sus árboles desnudos. Hacía mucho frío. La gente caminaba con las bufandas tapando sus rostros. Sintió lástima al recordar a su madre y lo poco que ella toleraba las bajas temperaturas. Contaba los minutos que faltaban para ir al aeropuerto a recogerla. Llevaba casi un año sin verla. ¡La echaba tanto de menos!
Se dio la vuelta y miró su vestido de novia. Era un traje precioso, de corte sencillo y elegante. Se sentía tan feliz, sólo faltaba tener a su madre con ella. Tenía que haber esperado al verano, pero en esas fechas era imposible. Peter y ella debían estar en junio en su nuevo destino. Trabajaban en la misma empresa y aceptaron trasladarse a Escocia.
Sonó el teléfono. Cogió el auricular, pero la voz que escuchó era desconocida. Era una voz apagada que empezó a hablar con cautela.
Ella iba contestando mecánicamente a las preguntas que le hacía. Mientras oía no dejaba de mirar su vestido de novia. Sólo le martilleaba una frase: “Su madre iba en ese vuelo, lo lamento muchísimo, señorita”…

miércoles, 2 de febrero de 2011

“NO ES TAN DIFÍCIL”


Nauzet y su perro Polucho eran inseparables. Nauzet tenía nueve años y era bastante maduro para su edad. No tenía amigos. Hacía pocas semanas que vivía en la nueva casa y los niños de su calle apenas le prestaban atención. No sabía jugar bien al fútbol, que era a lo que se dedicaban todos por la tarde.
El verano transcurría lento y sofocante. Nauzet, a través de la ventana de su dormitorio contemplaba los juegos y las risas de aquellos niños. A él le apetecía tanto jugar con ellos… A veces, bajaba y se quedaba observándolos a distancia. De vez en cuando, corría detrás del balón cuando éste se escapaba y lo devolvía al grupo con una tímida patada para volver a ocupar su segundo plano.
Llegó septiembre y con él las ansiadas clases. Cuarto de Primaria. Todo iba a ser nuevo para él, el colegio, las clases, la maestra y los compañeros. Pensar en ello le agitaba por dentro. El inicio transcurrió tranquilo hasta que una mañana de octubre, durante el recreo, mientras caminaba por el patio vio a dos niños que se acercaban a él con un gesto de complicidad. Siempre estaban cerca de donde surgían problemas. Pasaron a su lado y lo empujaron hasta que cayó al suelo de espaldas.
Hizo el esfuerzo de tragrse las lágrimas, se levantó y continuó su camino sin decir nada a nadie. Se sentía herido en su orgullo y no entendía la actitud de los dos niños.
— Atrévete a decírselo a la seño— le amenazaron y se alejaron de él dejando oír sus carcajadas por todo el patio.
Un par de días después, de nuevo aquellos dos. Esta vez, sin cortarse un pelo, le pusieron una zancadilla. Nauzet cayó de bruces, se hizo daño en la boca y comenzó a sangrar.
Sin decir nada a nadie, se la lavó. Tenía un pequeño corte en el labio, pero sobre todo le dolía aún más la otra herida. Justo en ese momento, pasaba un maestro que al ver gotas de sangre en el suelo se acercó.
— ¿Qué te ha pasado? —le preguntó
— Nada, me caí —mintió.
El maestro le ayudó con la cura.
La vida solitaria de Nauzet no cambió. Es más, ya no mostraba interés por salir. Se volvió más retraído y apenas hablaba del colegio.
Rara era la semana en la que aquellos dos gorilas no inventaban la trastada para molestarle o hacerle cualquier tipo de daño. Carlos y Tanausú. Esos eran los nombres de aquellos niños que habían descubierto en Nauzet un filón para hacer sufrir. Además vivían en su misma calle, así que se veía obligado a tropezárselos cada día, cada hora.
Nauzet estaba siempre nervioso y angustiado. Se quedaba siempre en casa por la tarde y, para no salir al patio de recreo, permanecía en la biblioteca. Al menos allí no lo molestarían.
Pero, cuando Carlos y Tanausú descubrieron dónde se ocultaba, solicitaron entrar también. Ocuparon la mesa de enfrente y desde allí, sin hacer gestos que llamaran la atención a la bibliotecaria, lo miraban con gestos amenazantes dándole a entender que lo esperarían en la calle.
Nauzet no sabía qué hacer. El sólo quería tener amigos, pero las cosas no se le ponían fáciles. Allí, en el tablón de anuncios del colegio había un cartel con un número de teléfono al que podría recurrir, pero… no quería problemas.
—¿Qué lees?—preguntó la maestra.
La expresión de la cara de Nauzet fue como un libro abierto para ella.
Al día siguiente, se organizó un taller en la clase. Repartidos en grupos, los niños hablaban de sus sentimientos de rechazo, de temor ante otros compañeros que tenían distintas actitudes de agresión. Fue un trabajo intenso, pero provechoso. Establecieron entre todos un decálogo de buenos compañeros.
Carlos y Tanausú habían permanecido callados durante la clase. En el recreo, se sentaron en un banco, solos. Nauzet se acercó y trató de captar su atención con un álbum de estampas de fútbol.
—¿Qué quieres?
—Sólo quiero charlar un rato. Soy nuevo, no tengo amigos todavía y pensé que como somos también vecinos…
—¿Estás diciendo que quieres ser nuestro amigo, después de lo que te hemos molestado?... Tal vez otro día. Estamos ocupados.
Se levantaron del banco y le dieron la espalda.
Una mañana de domingo, mientras daba un paseo cerca del barranco con Polucho, llegó hasta una zona algo peligrosa. El terreno era abrupto y poblado de vegetación. Nauzet se apoyó en una piedra grande mientras el perro olisqueaba la zona. De pronto, oyó un crujido y al volverse comprobó aterrorizado que le habían seguido.
Allí estaban, sonrientes y triunfadores, como un cazador que haya encontrado su presa.
Llamó a su perro con la intención de marcharse pero los niños se lo impedían interponiéndose a cada uno de sus movimientos de huida.
De repente, Tanausú tropezó con una rama y cayó al abismo del barranco quedando sujeto débilmente al resto de un tronco de árbol caído.
El niño lloraba asustado y pedía ayuda a gritos.
Entre Nauzet y Carlos, que se apoyaron en el borde boca abajo, lograron sacarlo a la superficie ayudándose de la correa de Polucho.
Una vez arriba, los tres niños permanecieron sentados en el suelo. En silencio se miraban unos a otros. El perro ladraba nervioso, Nauzet volvió a sujetarle la correa y se alejó dejando a los chicos atrás.
Al día siguiente, toda la clase supo con detalle lo ocurrido en el barranco. Alrededor de Carlos y Tanauzú un corro de chiquillos escuchaban atentos la aventura.
La mañana transcurrió plácidamente. Ya contaba con grupo de compañeros que iban a venir a su casa a merendar y a hacer los deberes.
Nauzet salió corriendo del colegio con la mochila a cuestas y entró en la casa:
—¡Mamá! ¿Qué se puede preparar para merendar esta tarde? Es que van a venir varios amigos— dijo tirado en el suelo con Polucho que no paraba de lamerle la cara…

Bárbara García Rodríguez