lunes, 7 de enero de 2013


“Caído del cielo”

Sucedió un mes de mayo. Estaba próxima la celebración del día de Canarias. Como siempre por esas fechas, toda la familia se reunía al completo.
Me había tocado comprar el cherne salado para el sancocho, así que fui al mercado. Todos los puestos ya estaban ambientados con banderines amarillos, azules y blancos. De fondo, se oía un timple punteando una isa. El colorido de las frutas y verduras  aumentaba la nota festiva en los pasillos.

“Desde luego, me tocó la parte más cara del sancocho”, iba pensando.
Subí la escalera mecánica con el carro y comprobé que en la pescadería no había mucha gente. Aliviada, cogí el número y esperé mientras contemplaba la mercancía  perfectamente ordenada. Con la vista me adueñé de un hermoso ejemplar de cherne y recé para que las mujeres que estaban delante de mí no lo escogieran. Era enorme, debía de pesar unos diez kilos por lo menos. Bueno, en eso del cálculo del peso no he sido nunca muy acertada. Lo cierto es que era ideal.

Llegó mi turno y con una sensación de triunfo señalé a Tino, el pescadero,  el cherne que quería.
Bajé, compré otras cosas que necesitaba y me dirigí hacia la rampa de salida del edificio. Y entonces sucedió…
El alisio no venía cargado de humedad solamente. Contra mi pecho se depositó un papel de color azulado. Lo sacudí con la mano para quitármelo de encima, pero cuando cayó al suelo comprobé que se trataba de un billete de veinte euros. Lo primero que pensé fue que se trataba de un recorte. Lo estuve mirando un instante. Decidí agacharme para recogerlo. Casi  al mismo tiempo, otro rozó mi mano. Un poco más allá, en el suelo, había tres..., cuatro... Tenía entre mis dedos ocho billetes de veinte euros... Seguían volando algunos a mi alrededor como si fueran hojas de árboles.

“¡Dios, ¿qué es esto?!”
Miré a todos lados y no había nadie. El edificio de enfrente tenía todas sus ventanas cerradas. No se movía ninguna cortina, no había nadie asomado. Los recogí todos. Retrocedí por si alguien los había perdido, pero no era una hora de mucha gente en el mercado. Nadie caminaba por aquella calle, era la parte trasera del mercado y pocos salían por ese lado. Por un momento pensé que me estaban gastando una broma, de esas que graban con una cámara oculta.

Me sentía ridícula, con una sensación extraña dentro de mí. Tenía el dinero en las manos y para ordenarlo, porque se me caía al suelo, fui sujetando los billetes uno a uno, al tiempo que los contaba. Me latía el pulso y sentía una especie de inquietud. No sabía si alegrarme o no. Cerca del muro que bordeaba el mercado, en una esquina, tres papeles se movían suavemente a ras del suelo. Me acerqué. Sí, tres billetes de diez euros.
En ese momento vi acercarse a mi marido. Me notó alterada. ¿Cómo no estarlo? Había caído dinero del cielo, como unos 800 euros, así sin más.
De regreso a casa buscábamos una explicación a lo sucedido.
Una idea  me rondaba la cabeza:  alguien acababa de cobrar su paga y, por alguna razón inexplicable, se le cayó sin que se diera cuenta. Tenía claro que no podría gastar ese dinero.

Entonces, me acordé de Cristina, mi amiga de la infancia. Hacía ya más de un mes que era cooperante en una fundación salesiana de Burkina Faso.

Una brisa suave entró por la ventana y recobré la paz.

 

 

 

 

 

 

 

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