sábado, 7 de abril de 2012

"El estanque”

Hacía diez años que no visitaba el pueblo. Abrí la ventanilla del coche y aromas familiares sacudieron mi memoria. A lo lejos, el sol agotaba su jornada. Debía apresurarme para no llegar tarde. Me esperaban.

Detuve el coche. Frente a mí, la casa y al fondo, la vereda… Pero no quiero ahora recordar aquello.
Abrí el maletero y cogí mi pequeño bolso de viaje. No pensaba quedarme mucho tiempo, así que solo había cogido lo imprescindible para unos pocos días.
La casa estaba tal como la recordaba, blanca, con sus ventanas pequeñas. Abrí la puerta y entré. Notaba los latidos del corazón. Por un momento me pareció escuchar la voz de la abuela. Siempre atareada, con su pañuelo blanco  cubriendo sus cabellos. Pero ya ella no estaba.
El aroma de las flores lo impregnaba todo. Sobre la mesa y sobre la repisa de la chimenea destacaban unos maravillosos ramos de flores frescas. Esa es mamá, pensé. Es propio de ella. Siempre que alguien iba a la casa era recibido con flores.
Cerré los ojos y sonreí cuando sentí su mano cálida en mi espalda. No me sobresalté porque su presencia era siempre suave y dulce. Nos abrazamos y en pocos instantes mi vida recobró el ritmo.
Había preparado la cena. Nos sentamos a la mesa. Su conversación me envolvía, como siempre. La sentí sola, no triste, sino sola.

 De pronto, una ráfaga de viento sacudió la ventana y ésta se abrió golpeando la pared. Por unos instantes temí que se hubiera roto. Era una ventana hermosa, pequeña, de líneas medievales. El sol se colaba por ella y se esparcía suavemente por toda la estancia. De niña me encantaba comprobar cómo distorsionaba el paisaje al mirar a través de sus cristales. Ella y la abuela formaban un  delicado conjunto. Allí cosía, tarde tras tarde.
Recogimos los platos y subí a mi antiguo dormitorio.  Saldríamos por la mañana. Dormí plácidamente toda la noche.
Amaneció con suavidad. El aire era fresco, pero agradable.
Unos bocadillos y agua fresca para el camino, eso bastaría.

Detrás de la casa se extendía el sendero. Poco a poco, a medida que avanzábamos, el aire se volvía pesado. La vegetación lo había invadido todo, la humedad era fragante. Hileras de sauces se curvaban a nuestro paso como si quisieran escuchar nuestros pensamientos.
Regresar al lugar que había sido el mundo de nuestros juegos de infancia me emocionaba. Mi prima, mi hermana y yo formando un trío entrañable verano tras verano.

El camino empezaba a aclararse. Estábamos cerca. El croar de las ranas rompía el silencio. Me di cuenta de que no habíamos hablado mucho durante todo el trayecto. Llevaba un ramo de flores en las manos. Siempre tan atenta a los detalles.

El estanque…

Me costaba respirar. Tantos años sin pasar por aquí. El puente de hierro, de formas suaves, casi envuelto por las ramas delicadas de viejos y lánguidos sauces  que parecían desmayarse y, sobre las quietas aguas del estanque, los nenúfares con sus hojas anchas daban al conjunto una delicada pincelada de color.

Allí sucedió todo, un día como hoy, el 12 de mayo de 1968. Nunca sabremos cómo.
Jugábamos a escondernos por los alrededores. Era el lugar perfecto para desaparecer. Dejaron de croar las ranas y ya no se escuchaba el canto de los pájaros.

Aquel grito lo había roto todo. Unas manos pequeñas intentaban salir a flote. Las raíces de los nenúfares se lo impedían. No se pudo hacer nada.
Jamás volvimos a jugar allí. Creo que jamás volvimos a jugar. Mi prima se marchó con sus padres después del entierro. Dejamos de vernos con tanta frecuencia.
Mi madre sujetó el ramo en el puente con un lazo azul, su color favorito. Cerró los ojos, supongo que rezaba. Yo hice lo mismo.

En medio de aquel silencio nos dimos la mano. Pensé que debía sentirse sola. Nunca se quejó cuando le dije que me marchaba a la ciudad.
Sentí que de nuevo recobraba la paz. Se desvaneció toda sombra de culpa y entonces rompí a llorar. Lloré como no lo pude hacer entonces. Sólo tenía once años. Mercedes tenía seis…

Me di cuenta de que también estaba sola. Miré a mi madre. Ya lo había decidido. Debía permanecer a su lado, ahora me necesitaba y… yo a ella.




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