Hacía diez
años que no visitaba el pueblo. Abrí la ventanilla del coche y aromas
familiares sacudieron mi memoria. A lo lejos, el sol agotaba su jornada. Debía
apresurarme para no llegar tarde. Me esperaban.
Detuve el coche. Frente a mí, la
casa y al fondo, la vereda… Pero no quiero ahora recordar aquello.
Abrí el maletero y cogí mi pequeño
bolso de viaje. No pensaba quedarme mucho tiempo, así que solo había cogido lo
imprescindible para unos pocos días.La casa estaba tal como la recordaba, blanca, con sus ventanas pequeñas. Abrí la puerta y entré. Notaba los latidos del corazón. Por un momento me pareció escuchar la voz de la abuela. Siempre atareada, con su pañuelo blanco cubriendo sus cabellos. Pero ya ella no estaba.
El aroma de las flores lo impregnaba todo. Sobre la mesa y sobre la repisa de la chimenea destacaban unos maravillosos ramos de flores frescas. Esa es mamá, pensé. Es propio de ella. Siempre que alguien iba a la casa era recibido con flores.
Cerré los ojos y sonreí cuando sentí su mano cálida en mi espalda. No me sobresalté porque su presencia era siempre suave y dulce. Nos abrazamos y en pocos instantes mi vida recobró el ritmo.
Había preparado la cena. Nos sentamos a la mesa. Su conversación me envolvía, como siempre. La sentí sola, no triste, sino sola.
Amaneció con suavidad. El aire era fresco, pero agradable.
Unos bocadillos y agua fresca para el camino, eso bastaría.
Detrás de la casa se extendía el sendero. Poco a poco, a medida que avanzábamos, el aire se volvía pesado. La vegetación lo había invadido todo, la humedad era fragante. Hileras de sauces se curvaban a nuestro paso como si quisieran escuchar nuestros pensamientos.
Regresar al lugar que había sido el mundo de nuestros juegos de infancia me emocionaba. Mi prima, mi hermana y yo formando un trío entrañable verano tras verano.
El camino empezaba a aclararse.
Estábamos cerca. El croar de las ranas rompía el silencio. Me di cuenta de que no
habíamos hablado mucho durante todo el trayecto. Llevaba un ramo de flores en
las manos. Siempre tan atenta a los detalles.
El estanque…
Me costaba respirar. Tantos años sin
pasar por aquí. El puente de hierro, de formas suaves, casi envuelto por las
ramas delicadas de viejos y lánguidos sauces
que parecían desmayarse y, sobre las quietas aguas del estanque, los
nenúfares con sus hojas anchas daban al conjunto una delicada pincelada de
color.
Allí sucedió todo, un día como hoy,
el 12 de mayo de 1968. Nunca sabremos cómo.
Jugábamos a escondernos por los
alrededores. Era el lugar perfecto para desaparecer. Dejaron de croar las ranas
y ya no se escuchaba el canto de los pájaros.
Aquel grito lo había roto todo.
Unas manos pequeñas intentaban salir a flote. Las raíces de los nenúfares se lo
impedían. No se pudo hacer nada.
Jamás volvimos a jugar allí. Creo
que jamás volvimos a jugar. Mi prima se marchó con sus padres después del
entierro. Dejamos de vernos con tanta frecuencia.Mi madre sujetó el ramo en el puente con un lazo azul, su color favorito. Cerró los ojos, supongo que rezaba. Yo hice lo mismo.
En medio de aquel silencio nos
dimos la mano. Pensé que debía sentirse sola. Nunca se quejó cuando le dije que
me marchaba a la ciudad.
Sentí que de nuevo recobraba la
paz. Se desvaneció toda sombra de culpa y entonces rompí a llorar. Lloré como
no lo pude hacer entonces. Sólo tenía once años. Mercedes tenía seis…
Me di cuenta de que también estaba
sola. Miré a mi madre. Ya lo había decidido. Debía permanecer a su lado, ahora
me necesitaba y… yo a ella.