Mis relatos

“La última batalla”

Levantó la vista hacia el horizonte y por un segundo una gaviota que levantó el vuelo le obligó a situarse de nuevo en la realidad.
Llevaba varias horas dándole vueltas a la cabeza. Más que horas. Si lo pensaba fríamente llevaba años, casi toda la vida esperando un momento como el que se le presentaba.
Jaime había crecido en una casa en las afueras. Una casa que siempre estuvo llena, sobre todo llena de miseria. Era el penúltimo de siete hermanos con un padre siempre ausente y una madre diminuta pero con un coraje inquebrantable.
Desde que era pequeño aprendió que ser de los más pequeños no era sinónimo de un trato especial. La vida era dura fuera y dentro. Sentados a la mesa con caras hambrientas esperaban a que la madre pusiera en los platos el escaso sustento del día.
Primero los mayores, los que trabajaban, después lo que quedaba, para los demás.
A veces, ella se iba a la cocina y dejaba que el tiempo pasara porque ya no había más. En más de una ocasión, les decía que ya había comido, así los acallaba cuando le preguntaban que cuándo iba a sentarse a la mesa.
Jaime recordaba esto ya con la serenidad que dan los años. Fue una infancia difícil, y una época de interminables miedos, pero no podía decir que fuera del todo desdichado. Hubo momentos felices, llenos de juegos y aventuras infantiles, caricias maternales.
Casi noventa años de lucha. Y ahora le esperaba otra, tal vez una de las más duras.

Miraba el horizonte y cuando el mar se tragaba el sol poco a poco, empezó a notar la brisa fresca en su cara. Se ajustó la chaqueta, sintió frío, un frío que le calaba el alma.
La vida le había enseñado a no esperar nada de nadie. La desconfianza marcaba su carácter fuerte y socarrón. Era un anciano que disfrutaba de independencia. Añoraba a su mujer. Fue a su lado donde aprendió a volcarse en los demás. Pero ella se fue y el hermetismo se instaló de nuevo.
Anochecía, sabía que no le quedaba más remedio que regresar a la casa.
El camino de vuelta lo hizo lentamente. Las ventanas estaban iluminadas. Seguro que ya estaba allí, esperándolo. Sus tres hijos. Buenos hijos, dos hermosas mujeres, siempre cariñosas con él, y el más pequeño, un joven alegre y vital, como la madre.
Se paró delante de la puerta. Allí había vivido más de cincuenta años, con ella. Allí crecieron los hijos y luego se volvió a llenar de risas infantiles con los nietos, que rodeaban a la abuela como pollitos. Ella fue siempre el centro de todo y él disfrutaba con ello.

Sabía lo que le iban a decir. Lo supo en la última visita al hospital. Como solía hacer cuando algo iba mal, fingió que no había entendido lo que el médico le explicaba. Miró a su hija mayor y observó cómo su cara se desencajaba y cómo trataba de contener las lágrimas.
— ¿Sabes una cosa, papá?—le dijo mientras se dirigían al aparcamiento— Te tienes que mentalizar, ya no puedes estar solo en la casa. Has oído al doctor.
—¿De qué me hablas? Tú siempre te empeñas en ver las cosas de color oscuro. Desde que murió tu madre no has tenido otra idea en la cabeza que la de que no esté solo en mi casa.
—No es eso, papá…
— Yo puedo desenvolverme perfectamente. —la interrumpió el anciano— Sabes que ser independiente es algo muy importante para mí. Debes comprenderlo y respetarlo. No quiero ser una carga para mis hijos.
—Papá, las cosas serán distintas para ti y tú sabes que no eres una carga para nosotros. ¿No lo quieres entender?


El camino de regreso transcurría en silencio. Jaime sabía que su hija tenía razón. El médico había descrito perfectamente la evolución de su enfermedad.
—Hablaré con mis hermanos y nos reuniremos para hablar de todo esto. ¿Te parece?
—Como quieras, al final se hará lo que tú digas—respondió con malhumor.
De nuevo el silencio. No hablaron más hasta que llegaron a la casa.

Al día siguiente, recibió una llamada. Era su hijo Pedro. Se verían el sábado por la noche y llevarían algo para cenar.
Ahora, mientras los contemplaba a través de la ventana, supo que ya los hijos habían tomado una decisión. Él ya no contaba. Tendría que trasladarse a la casa de uno de ellos. ¿A cuál? Le entró un escalofrío, más que de miedo, de incertidumbre.
Mientras escuchaba sus voces se dio cuenta de que, en el fondo, a él ya le daba igual. De cualquier forma, no estaría en su casa, ni en su espacio. Aunque, bien pensado, de poco iba a servir, no había nada, ni siquiera tiempo suficiente para luchar. Estaba a punto de emprender su última batalla.






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“Reencuentro”

Era una tarde más de aquel tedioso verano. Había hecho mucho calor por la mañana, pero una brisa suave refrescaba el ambiente. Era la hora que Pablo elegía siempre para caminar.
Sin variar, a las siete y media en punto, salía de casa, tomando la ruta hacia el parque. Era un trayecto largo, pero encantador. Prefería hacerlo a pie. Llevar el coche suponía dar vueltas interminables buscando aparcamiento.
La calle Mayor era una hilera de árboles frondosos. Los comercios permanecerían abiertos, al menos una hora más, así que las aceras estaban repletas de paseantes. El ruido le aturdía, deseaba alejarse lo antes posible de aquel bullicio. Se sentía especialmente fatigado desde que se despertó por la mañana.
Cruzó la calle, se desvió por una callejuela que tenía a su derecha y accedió al paseo a través de una hermosa cancela de hierro forjado.
Aquella ruta la conocía de memoria. Cada banco y cada sendero le traían recuerdos felices. Evocaba sus paseos con ella, sus largas conversaciones, su risa, sus bromas. Aún le parecía oírla, como si la tuviera a su lado.
Caminó lentamente siguiendo el mismo recorrido de cada tarde. Agradecía la suave brisa refrescándole la piel sudorosa.
—Te vengo observando desde hace un rato y te encuentro triste esta tarde, Pablo. ¿Ya olvidaste lo que me prometiste?
—Ya, ya… La verdad es que… hoy no he tenido un buen día- respondió Pablo con esfuerzo- No me siento bien.
—Sabes que no quiero verte así. Vamos por allá, ¿recuerdas lo que me gustaba el olor del jazmín?
Pablo respiró hondo y se pasó un pañuelo por la frente. Fatigosamente caminó, aun con aquel peso que le oprimía el pecho. La soledad y la tristeza lo atrapaban y estaban desgastándolo minuto a minuto.


Poco a poco, empezaron a encenderse las farolas y las sombras transformaron el paisaje. La gente dejaba sus casas para pasear y disfrutar de la noche. El parque se convertía en lugar de encuentro, saludos, sonrisas, conversaciones alegres. Niños de voces estridentes que, sin consideración, lo invadían todo. Un balón rodó hasta sus pies y rebotó hasta sus manos. Casi no tuvo fuerzas para lanzarlo al chiquillo de la gorra verde, que le miraba expectante.
-“Estos críos, no se cansan nunca.”- pensó.
El parque cobraba vida y a Pablo su propia vida le vencía. Era el momento de regresar. No soportaba cruzarse con conocidos, escuchar sus parrafadas. Todo el mundo parecía saber lo que le convenía, opinaban e intentaban reorganizarle la existencia. No podía soportarlos.
Antes de tomar el camino de vuelta, Pablo se sentó en el banco de siempre. La brisa le traía el aroma del jazmín. Respiraba con dificultad y la intensidad de la fragancia de aquella trepadora le ahogaba aún más. Pero, ¡a ella le gustaba tanto!
Permaneció sentado. Sintió que el cansancio se apoderaba de él y decidió dejarse llevar.
Cerró los ojos y, entonces, ya no pudo parar. Las lágrimas le salieron sin control y su cuerpo se sacudió convulsivamente de dolor. No recordaba haber llorado antes de esa manera. Ni siquiera aquel día. No supo cuánto tiempo estuvo así. Miró a su alrededor, no había nadie cerca.
—Caramba, Pablo, qué agradable está la tarde. ¿Continuamos el paseo o prefieres seguir sentado un rato más?
Notó alivio de pronto. Transcurrieron unos minutos y cerró los ojos. Aquel peso que le había estado oprimiendo desde que se levantó de la cama desapareció. Una sonrisa transformaba ahora su expresión. No recordaba sentirse tan bien desde hacía meses.
Eran casi las nueve de la noche de aquella tarde de verano. Soplaba una brisa que refrescaba el ambiente y el parque bullía de vida. Las farolas proyectaban su luz por todos los rincones.
Al final del sendero, donde trepaba un jazmín, unos paseantes se agrupaban curiosos alrededor del banco. Allí un hombre yacía pálido, sereno, sonriente.

Bárbara García Rodríguez



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“Un paso para revivir”
El sendero se mostraba ante ella húmedo y sombrío. Había llovido la noche anterior y el barro manchaba sus botas. Caminaba presurosa. El aire frío le secaba la garganta y el miedo la sobrecogía hasta el punto de dificultarle respirar.
Cuando llegó a la estación ya no había rastro de nadie. El tren de las ocho había salido hacía catorce minutos, le informaron. Allí quedó, plantada en medio del andén silencioso. Se sentó en el banco. Se ajustó el chal porque estaba tiritando. Dejó de contener las lágrimas que empezaron a caer imparables. Decidió salir de allí. Caminaba por la acera, el aire que le helaba la cara la ayudaba a serenarse. De pronto, oyó unas carcajadas. Reconocía aquella risa, pero ya era imposible ocultarse. No le apetecía dar explicaciones. Su amiga Elena, mujer generosa y alegre pero incapaz de guardar un secreto.
— ¡Luisa! ¿Qué haces aquí, querida?
—Hace un rato vine a despedir a Ramón. Se ha ido de viaje.
— ¡Caramba! ¿Cómo no has ido con él?
No pudo contenerse y no pudo reprimir el llanto.
— ¡Ay, Luisa, no sabía…! ¿Es que algo no va bien? Si es que yo me lo imaginaba, un forastero de la ciudad en un pueblo como este… Él tan culto, tan intelectual, se le ha hecho pequeño esto ¿no?
Luisa permaneció en silencio. Así que Elena la cogió del brazo y la condujo hasta su carruaje.
—Querida, aquí estoy yo. Se han acabado tus problemas. Estoy invitada mañana a un almuerzo en la mansión de Mónica. Ya sabes lo suculenta que es su mesa. Así que ahora te acompaño a casa, te darás un buen baño y pasaré a recogerte al mediodía. No se te ocurra decirme que no.
—Agradezco tus atenciones, Elena, pero de verdad lo que menos me apetece ahora es pensar en comer o en bailar…
—No puedo permitir que mi mejor amiga se venga abajo por un hombre. Así que ve pensando en qué ponerte. Mañana estará todo muy animado. Después de almorzar, iremos a la plaza. Hay baile.
— ¡Ay, chica! No sé cómo eres.
Con el cuerpo agotado se metió en la bañera llena de agua caliente y espumosa. Sus músculos se relajaron y, con los ojos cerrados, repasó los acontecimientos de aquella tarde. Aún recordaba la mirada de Ramón y su frialdad cuando le soltó de improviso que debía regresar a París y que tendrían que posponer la boda al menos un año. Ella no entendía nada. La cabeza le daba vueltas. Todo estaba organizado, la ceremonia, el vestido, el banquete. Abrió la puerta y se marchó sin dar más explicaciones.
El agua caliente transformaba poco a poco el dolor en un sentimiento de rabia y de desprecio. Pasó la noche dando vueltas en la cama. Apenas había dormido un par de horas cuando la mañana se asomó a través de las cortinas y la despertó.
Con el pelo enmarañado y el corazón oprimido se asomó a contemplar cómo la vida se recobraba en la calle.
Eligió un vestido azul con ribetes en blanco. Un sombrerito adornado con flores de vivos colores aportaba la nota alegre. Se despidió de Renato, su perrito.

La comida estaba preparada en la terraza que daba a un frondoso jardín. El aroma de los nardos lo inundaba todo. Habían dispuesto varias mesas con manteles de cuadros rojos y blancos. Un auténtico almuerzo campestre. Ya habían venido la mayoría de los invitados. Gente alegre y elegante. Todo resultó exquisito; aunque Luisa apenas pudo probar un par de canapés de salmón ahumado. Charlaba con su amiga cuando se acercaron dos jóvenes con sombreros de paja. Ya iba cayendo la tarde.
En seguida, fueron el centro de atención de los presentes. Regresaban del Pacífico. Habían navegado durante varios meses y en una hermosa isla coralina se alojaron casi un año. Sus aventuras fueron aplaudidas.
El día había transcurrido alegre, pero el corazón de Luisa latía aun con otro ritmo. A lo lejos, se escuchaban los primeros acordes de la música de la plaza que empezaba a llenarse con las luces de cientos de farolillos de colores. Casi al unísono, se levantaron todos y se dirigieron hasta allí. Un grupo de músicos interpretaba un vals. Las parejas bailaban animadamente. Risas y voces festivas compartían con los instrumentos los ritmos y compases.
Luisa flotaba. Se sorprendía de su fortaleza. Empezaba a intuir que con algo de tiempo conseguiría dar la espalda a sus fantasmas. No iba a ser fácil, era consciente de eso.
El sol se ponía, pero empezaba a brillar una luz renovada.

Bárbara García Rodríguez


13 de noviembre de 2010.

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“El banco de la estación”

Isabel entra en la estación de guaguas¹. Son las seis cincuenta de la mañana. No ha amanecido aún. Siempre camina a través de la rampa, nunca utiliza las escaleras. Se tapa la nariz porque una columna de humo obstruye el paso. Algunos fumadores terminan su cigarrillo antes de continuar el trayecto. Baja cuidadosamente porque siempre lleva tacones altos.
Lo primero que ve al entrar es la cafetería, demasiado ruido para esa hora de la mañana. Sólo tiene tres mesas, siempre abarrotadas. Un grupo de mujeres charla animadamente mientras desayuna. Deben de ser compañeras de trabajo. Van uniformadas. Un traje chaqueta azul marino y camisa blanca con un pañuelo de seda en varias tonalidades.
El olor a café, a tostadas, a donuts azucarados se cuela por todas partes. Dobla hacia la derecha y sube por una escalinata semicircular. Allí están siempre bromeando un par de agentes de seguridad.
Las señoras de la limpieza también han iniciado su jornada. Con su vestimenta azul celeste y sus labios recién pintados pasan una fregona debajo de los bancos sin preocuparse de los pies de los que esperan sentados y que por inercia los levantan para facilitarles el trabajo.
La estación está dividida en cuatro zonas correspondientes a las distintas rutas. Si uno está atento, el movimiento de la gente se produce por ráfagas. Durante un instante, los pasillos quedan casi vacíos y un rato después avanza una marea humana, procedente de otras guaguas, que camina presurosa hacia su nuevo trayecto. Unos corren, otros avanzan con cierta prisa, pero ninguno pasea. La mayoría, a esa hora de la mañana, sabe adónde tiene que dirigirse. Sólo algún despistado, pregunta al primero que encuentra por la ubicación del transporte que debe tomar o por su horario. Posiblemente se trate de alguien que empieza un nuevo trabajo, que procede de otro pueblo o que es la primera vez que utiliza el transporte público, que de todo hay.
Isabel se dirige al andén diez. Se sienta en uno de los bancos y espera. A su lado se van sumando otros viajeros con los que comparte cada mañana el viaje. Casi siempre los mismos.
Una de las primeras en llegar es Dora, cocinera de profesión. Trabaja en un colegio. Mujer habladora, extrovertida, de gran corazón. Una de esas personas con un talento especial para conocer la vida de los demás. Si alguien quiere saber algo, sólo tiene que preguntar a Dora.
Cuando aparece Vicente, funcionario del ayuntamiento, todos disimulan una sonrisa. Allí se aproxima con sus tics repelentes, como el de meterse el dedo en la nariz. Es la persona más pesada y exasperante que se pueda conocer. Siempre sube a la guagua con su vaso de café caliente y no se sienta hasta que guarda la cartera en su bolsillo. Hasta que no termina no permite el paso al grupo de personas que espera pacientemente en el pasillo. Tiene un hijo pequeño y está orgulloso de ser padre.
Casi al mismo tiempo, Cloe, la camarera cubana ocupa su lugar del banco. Una joven agradable, morena y bien arreglada. Tiene una niña de ocho años y trabaja duro para sacarla adelante. Su esposo se encuentra aún en Cuba. Suele hablar mucho de él. Su historia ya la ha contado al grupo en otra ocasión.
Un maestro de escuela, un joven informático de origen italiano, alto y bastante grueso, que está haciendo régimen, una fisioterapeuta, una empleada de ferretería, la que más escucha al pesado de Vicente, una doctora algo histérica, un alumno de instituto con visera ladeada a un lado y pinta de estudiante revoltoso forman parte del grupo habitual de viajeros que comparte el banco del andén diez todas las mañanas. Es curioso cómo cada uno ocupa siempre el mismo sitio.
No hay que olvidar a los conductores. Alternan cada semana. Son dos hermanos muy diferentes. Uno lleva bigote y guarda un parecido increíble a Groucho Marx, el otro no. Un conjunto variopinto de seres humanos que a esa hora de la mañana se dirige a sus respectivos trabajos.
Todos van conociendo detalles de la vida de los otros en el margen de los veinte minutos de espera. Se ha estrechado un vínculo especial entre todos ellos. Especialmente después de aquella ocasión. Dos años atrás…
Un lunes de abril del año 2008. Isabel entra, como siempre, en la estación cuando todavía es oscura la mañana. Hace frío, lleva un chaquetón de lana y, alrededor del cuello, un pañuelo a juego. En su bolso rojo suena el móvil. Busca y rebusca dentro hasta que da con el aparato y en la pantalla descubre un número desconocido. A pesar de todo, responde a la llamada.
Poco a poco, su rostro empieza a desencajarse y se queda de pie, plantada en medio de la estación con expresión acongojada. Casi sin decir palabras escucha sin poder controlar las lágrimas.
Se sienta en el banco, está a punto de desmayarse, y cierra el teléfono como una autómata. Casi no puede respirar. El resto de los ocupantes del banco la observa en silencio, con gestos de preocupación. Nadie se atreve a preguntar. Dora sí.
Entre hipidos comienza a explicar todos los detalles de la llamada. Un silencio sobrecogedor envuelve al banco.
Manuel, el esposo de Isabel, trabaja en el extranjero y ha sufrido un terrible accidente en la fábrica. Ella no puede sacar un billete de avión y viajar hasta Cabo Verde, no dispone del dinero suficiente, no podrá estar cerca de su marido. La persona que le ha comunicado lo sucedido no hablaba bien en castellano y, con un marcado acento portugués, apenas pudo entender lo que decía. No tiene muy claro cuál es la gravedad del percance.
Entonces habló la cubana, dando muestras de una gran sensibilidad. Le dio ánimos y, cogiéndola de la mano, le manifestó su apoyo. Sabía lo que era tener a alguien querido lejos y no poder estar a su lado.
El empleado del ayuntamiento, aquel tipo pesado, le ofreció un pañuelo y también su ayuda. Dora enseguida se ocupó del asunto y arrastró a todo el banco y a los que estaban a su alrededor.
La noticia llegó hasta un grupo de conductores que charlaban animadamente mientras esperaban su hora de salida. También sacaron sus carteras. Los vigilantes, el dueño de la cafetería, las mujeres de la limpieza... Lo que sucedió en la estación fue como un torrente. Desde un extremo hasta el otro todos pusieron un poco de lo que tenían.
Isabel no sale de su asombro. Allí llega Dora, orgullosa. En poco tiempo había recaudado una cantidad de dinero que permitiría el viaje hasta San Vicente. Emocionada, se levanta y abraza a sus compañeros de banco. No tiene palabras para agradecer lo que han hecho por ella. Un vínculo fuerte se ha estrechado entre ellos.
Se dirige a la oficina y pide al jefe de la estación el favor de permitirle hablar por megafonía. No se le ocurre otro modo de agradecer a todos aquel gesto: ¡Un verdadero milagro!
Dos días más tarde, cogería el vuelo que la llevaría al lado de su marido. Había logrado hablar con uno de los médicos y, a pesar de la gravedad, había esperanza de recuperación con escasas secuelas.
Así transcurre cada mañana. Durante veinte minutos, cada uno de los que se sientan en el banco del andén diez comparte un retazo de sus vidas. Una espera que se hace más humana y llevadera.
Bárbara García Rodríguez.



¹ Autobuses.


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18 de octubre de 2010.

“Pequeños pensamientos”
Han pasado diez años, más de tres mil días, con sus minutos, con sus segundos, y todo lo veo de otro modo. No desaparece la intensidad de los sentimientos, tan sólo los revivo de otra manera, con una nueva lucidez, con serenidad recobrada.
Entro en la casa familiar, vacía y silenciosa. No parece la misma, está como dormida. La recorro casi con los ojos cerrados, conozco cada rincón, cada uno de sus detalles y, paso a paso, todos mis sentidos se despiertan. Nuestras voces infantiles, tu potaje de verduras que borbotea en la cocina, el olor amargo del tabaco de papá, y tu voz, tu voz siempre tan llena de alegría, impregnándolo todo.
Voy a tu dormitorio y abro instintivamente el armario. Acaricio tu ropa doblada con esmero y respiro tu aroma como si en ello me fuera la vida. Es casi mágico que aún haya un rastro de tu olor. O es mi memoria la que lo conserva intacto. Da igual, lo percibo, es lo que importa.
Me siento en el borde de tu cama, me tumbo boca arriba y contemplo el techo. No sé cuánto tiempo transcurre, sólo me dejo llevar hasta que un sentimiento de paz me desborda.
Cierro los ojos. Tengo sueño. Entonces me acuerdo de mi viejo diario. Lo había dejado en mi dormitorio, en el cajón del armario. Allí sigue, como si el tiempo se hubiera detenido entre sus páginas.
Hacía años que no lo abría. Alguien, no recuerdo quién, me aconsejó que escribiera uno cuando te fuiste. Leo la primera vez que anoté mis vacíos, mis tristezas:

14 de abril de 2000.
Te has ido, esa parte la entiendo, pero…
No debo engañarme, tal vez no sea cierto,
Tal vez no lo acepto, o mejor,
Me cuesta aceptarlo…


Hoy tengo necesidad de hablar contigo. Debo tomar una decisión y necesito tu consejo certero, tu sabia palabra. Por eso he vuelto aquí, lejos de los ruidos que ensordecen. Avanzo estas hojas amarillentas, las leo con calma. Siento que desnudo mi propia alma y, sin embargo, los sentimientos son tan intensos, tan recientes…

14 de abril de 2001.
El tiempo pasa y todo lo cura
¿todo lo cura?
¿Qué cambia?
Duele el vacío físico,
duele no compartir nuestras charlas,
duele no compartir los logros,
duele, duele todo…

El pequeño diario está casi completo. Es curioso cómo pasó a un segundo plano, lo tenía olvidado pero formó parte de mí durante mucho tiempo. Volver a introducirme en sus páginas revive de un modo especial los recuerdos…

14 de abril de 2002
Es extraño cómo se van desgranando
los recuerdos…
Se mezclan, se enredan y casi
se confunden unos con otros.
Lo único real es tu ausencia.


Iba siempre conmigo. Me ponía a escribir en cualquier sitio, en cualquier ocasión. Mi lugar favorito era la escalinata de piedra por la que bajábamos al jardín para sentarnos a la sombra del magnolio en las tardes suaves y cálidas. Te recuerdo con la jarra de limonada fresca, con ese toque perfecto entre ácido y dulce que lograbas darle. La visión de este cuadro se completa con el zumbido de las abejas, frenéticas, imparables, y el aroma de las rosas, tus flores cuidadas siempre con esmero.
Avanzo páginas. 

14 de abril de 2005
Hoy suena a primavera tardía.
El aire llega cargado de promesas.
Ya duele menos tu ausencia
porque duele distinto.
Porque estás cada vez más presente.
Conservo tus pequeños tesoros
que impregnan minuto a minuto
mi presurosa vida…

Mi presurosa vida. Tal vez ahí esté la clave de lo que busco. Siempre valoraste la vida como una promesa, la tomabas suavemente y así la dejaste. No te aferrabas más de lo necesario, pero vivías con intensidad cada segundo. Ahora comprendo que…


14 de abril de 2006
Debo aprender a aprenderte de otro modo.
A escuchar tu voz en la brisa de cada mañana,
de cada atardecer.
A sentirte en cada rocío,
en tus flores preferidas siempre dando colorido al salón.
El tiempo se detiene en el recuerdo,
a veces, quisiera acurrucarme
como cuando era niña y buscaba en tus manos el consuelo.
Tus besos aliviaban mis heridas,
espantaban mis temores infantiles
y, de nuevo, la risa regresaba.

Cierro el pequeño libro. Ya no necesito seguir leyendo. Lo coloco de nuevo en su lugar, donde ha permanecido tantos años guardado. Es hora de partir. Es curioso cómo, de pronto, todo se vuelve claro, con una lucidez especial.
Cierro y ya no vuelvo la mirada atrás porque cuanto importa está delante.
Ya en la calle, la vida parece renovada. Atardece y las farolas empiezan a encenderse con timidez estudiada. Unos niños corean una canción, vienen sudorosos. Seguro que han estado jugando al fútbol. Golpean el balón contra la acera. Sus risas se desvanecen tras el callejón.
Los semáforos marcan el ritmo y la noche cae rendida. Las avenidas se transforman en brillantes cintas rojas y blancas que se mueven vertiginosamente, casi al compás.
La decisión está tomada y siento dentro de mí un aliento liberador.

Bárbara García Rodríguez




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“Después de diez años”



2 de septiembre 1980

Hoy cumplo 20 años. Hace una hora se han ido mis amigos. Me organizaron una merienda sorpresa. Un detalle que me ha emocionado. No recuerdo quién me regaló este diario, pero creo que tuvo una idea oportuna. Puede que me ayude a encontrarme a mi misma y a no perder la cordura. Sobre la mesa de noche sigue estando el sobre, aún cerrado. No me atrevo a abrirlo. Tal vez lo haga después.


3 de septiembre 1980

Lo hice, anoche, a las tres y cuarto de la mañana. No podía dormir. Metí el dedo en el hueco de la solapa y lo rasgué con delicadeza. Una vez abierto, me detuve contemplando un papel de tonalidad amarillenta que estaba perfectamente plegado. Tres hojas. Reconocí la letra. Respiré y comencé a leerlo. Poco a poco, van cobrando sentido algunos episodios de mi vida. Ya no me queda ninguna duda. Me alivia, pero me duele. Después de diez años. Cuánto tiempo perdido. No sé por qué lo primero que vino a mi memoria fueron sus manos fuertes, ásperas y cálidas. Pero, un día se fue…

8 de septiembre de 1980

Hoy me siento más animada. Hace calor y he bajado a la playa. Nadar me ha sentado de maravilla. Tengo la piel fresca y llena de sal. Llevo varios días sin escribir, he pensado mucho. Anoche tomé una decisión. Dejaré pasar unas semanas, después de las fiestas del pueblo. Hoy vendrán los amigos. Esta noche iremos a la verbena y espero una oportunidad para pasarlo bien.


9 de septiembre

Fue una noche espléndida, pero regresé a casa temprano. Me despertó un rayo de sol que se colaba a través de la cortina. Di un reconfortante paseo por la playa, aún solitaria, antes de desayunar. Cogí el teléfono para llamar a mi madre. Me desgarró su silencio mientras le contaba lo que papá me había escrito. Aceptó con su dulzura de siempre mi decisión. “Tú eres su hija, cariño. Eras muy pequeña cuando se fue. Debes cerrar este episodio de tu vida. Siempre te quedó un vacío cuando comprendiste que se había marchado y nos había dejado. Ya va siendo hora de que esté en paz”, me dijo casi en un susurro. Tengo la imagen de mamá, a través de la abertura de la puerta del dormitorio, contemplando con los ojos llenos de lágrimas la foto de mi padre. Quizás su error fue no compartir conmigo su tristeza. Sé que lo hizo para protegerme, pero todo hubiera sido tan distinto…


10 de septiembre

Aquella mañana de junio de 1970 yo había bajado a la tienda porque mi madre necesitaba jabón para lavar. Soplaba un alisio suave y el sol lucía espléndido. Me encontré con Mónica y estuvimos charlando un buen rato delante de la tienda. Sentí a mi madre apurarme desde la ventana, así que me despedí de mi amiga y me apresuré a terminar el mandado.

Al entrar en casa, noté a mamá con los ojos enrojecidos. Un temor indescriptible me llenó y no supe qué decir. Mi padre ya no estaba. No recuerdo sus palabras cuando me explicó lo que había pasado. Así que me encerré en mi dormitorio y no salí hasta la hora de almorzar. El silencio ocupó a partir de aquel momento el hueco de papá.

Yo era una chica alegre y de la noche a la mañana se borró la sonrisa de mi cara.

11 de septiembre


El hombre que escribe la carta es mi padre. Me resulta extraño. Hasta ahora sólo era un recuerdo difuminado. Cuando aquel jueves de mayo se marchó, una parte de mi se detuvo.

Hoy he vuelto a leer su carta, quiero exprimir todas y cada una de las palabras. Poco a poco, van despertando mis viejos afectos. Siempre fue bueno y cariñoso. Por eso dolió tanto su partida.

Se ahogaba en el pueblo. Sin trabajo, sin futuro. Quiso buscar en otro lugar una oportunidad, pero las cosas no fueron tan bien como esperaba. Por un estúpido sentimiento de orgullo no fue capaz de regresar ni de comunicarse con nosotras. Escribe con todo detalle las calamidades que tuvo que superar en los primeros años. Fue una época dura para él… y para nosotras.


12 de septiembre


Escribir me ayuda y me libera. Me cuesta todo esto.

Recuerdo que dos años después de su partida, mi madre recibió un sobre con un poco de dinero. No había nada más. Vinieron más sobres, siempre sin palabras. En cierta ocasión, mi madre dejó escapar una frase que me llegó al alma: “Me gustaría que en lugar de dinero viniese una carta de su puño y letra…” En realidad, gracias a los envíos de papá pudimos sobrevivir. No dejó ningún mes atrás.

La semana próxima viajaré para encontrarme con él. Debo cerrar este episodio de mi vida y liberarme de todo rastro de rencor. Ojalá mi madre tuviera esa oportunidad. Pero, sé que no es lo mismo.

Bárbara García Rodríguez





















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